UNO DE MIS CUADROS

UNO DE MIS CUADROS
LA ALDEA Acrílico sobre tela. 30.5 x 40.5

domingo, 2 de mayo de 2010

EL MORRALITO DE CHANO

El joven médico Liborio Zertuche no estaba contento. La necesidad de tener un ingreso fijo, no le había dejado más salida que aceptar empleos que no tenían nada que ver con su formación académica.
Pero por más que buscó en el sector salud la oportunidad de ejercer la profesión que con tanta ilusión había abrazado, tuvo que dedicarse a vender seguros, a despachar camiones en una terminal, a cuidarle los niños a una vecina, y a manejar un taxi durante varios meses, pues cuando mostraba su título, expedido por la UNAM, lo miraban con desconfianza, y le negaban la plaza.
Su esposa, al darse cuenta de que él no era capaz de mantenerla con las comodidades que siempre había esperado, se había ido de "mojada" a los Estados Unidos a trabajar en quién sabe qué cosa, pues la verdad es que no sabía hacer nada. Además, como tenía 3 meses de embarazo, anhelaba que su hijo naciera de aquel lado, para obtener la nacionalidad norteamericana, y para que el gringuito gozara de la protección del estado.
Como consecuencia de su trabajo de taxista, Liborio estaba convertido en chofer particular de tiempo completo de un vejete acaudalado y prepotente, que le había ofrecido el empleo al sorprenderse de que un taxista se expresara con tanta finura y corrección. Liborio esperaba, a partir de este nuevo trabajo, poder alcanzar la estabilidad necesaria para poner un pequeño consultorio, y para traerse a su mujer y a su hijo, de quienes no tenía noticia desde que le habían cortado el teléfono, dos meses antes.
Como su patrón se dedicaba a la política, viajaba constantemente por varios estados de la república, principalmente Veracruz, de donde era originario. Don Fortunato Casagrande se adelantaba en avión a su destino, y Liborio lo alcanzaba en el coche para cumplir su función de chofer.
Esa tarde, ya oscureciendo, mientras el patrón volaba rumbo a la Ciudad de México, Liborio emprendía el regreso desde Veracruz. Al notar que la obscuridad de la carretera le impedía ver con claridad, encendió los faros del automóvil.
De pronto, tuvo que bajar la velocidad, pues notó que varios niños muy pequeños cruzaban la carretera sin ninguna precaución, y algunos incluso se quedaban parados en el camino, por lo que tuvo que efectuar complicadas maniobras para evitar impactarlos. Cuando decidió detenerse por completo, ya era demasiado tarde, pues un golpe le indicó que acababa de atropellar a uno de ellos.
Detuvo el auto y se bajó para atender al herido, pues su instinto de médico era más fuerte que el peligro y su probable responsabilidad en el accidente. Caminó varios metros entre la obscuridad buscando al niño atropellado, y al encontrarlo, lo cargó con todo cuidado y lo llevó hasta el vehículo, lo acostó en el asiento trasero, y al encender la luz interior, pudo ver que no se trataba de un niño, sino de un hombre chiquito.
Al hacer las primeras observaciones de sus signos vitales, pudo comprobar que respiraba normalmente y sus articulaciones estaban intactas, dando la impresión de que sólo estaba dormido. Intentó despojarlo de su sombrerito de palma para examinarle la cabeza, pero parecía que lo tenía pegado a ésta. Tampoco pudo quitarle un morral de piel de conejo que tenía fuertemente agarrado con su mano derecha, y que al tacto, parecía contener pequeñas piedras del tamaño de canicas.
Confundido, no acertaba a tomar ninguna decisión. Pensó por un momento dejar al pequeño ser en un lugar seguro de la carretera y alejarse de ahí inmediatamente, pero sabía que la conciencia no lo iba a dejar tranquilo. Buscó con la mirada a las demás personitas para explicarles que no había sido su intención atropellarlo, pero el lugar parecía desierto. Cuando por fin decidió llevárselo a su casa para atenderlo adecuadamente, subió al auto y puso en marcha el motor.
No pudo darse cuenta de que docenas de pares de ojitos lo miraban alejarse rumbo al Distrito Federal.
Al llegar a la colonia, después de guardar el auto en la pensión, con el pequeño ser envuelto en su chamarra para que no lo viera el encargado, Liborio se dirigió a pie a la vecindad, y ya dentro de su vivienda, acostó al hombrecillo sobre el burro de planchar, y comenzó a examinarlo detenidamente.
Medía 55 centímetros, no era un enano, pues sus proporciones, comparadas con las de un adulto eran normales. Tenía las orejas puntiagudas, y el color de su piel era ligeramente verdoso. Al abrirle la boca, tuvo un estremecimiento, pues descubrió dos hileras de numerosos dientecitos filosos como agujas. Vestía pantalón y camisa de manta blanca, sombrero de palma, huaraches, y un paliacate rojo alrededor de su cuello; toda su vestimenta, de acuerdo a sus reducidas dimensiones
Al levantar sus párpados para ver sus ojos, pudo ver que parecían dos pequeñas canicas negras y brillantes. Nuevamente intentó despojarlo del morral, pero se dio cuenta de que el pequeñín apretaba su manita con más fuerza. Le llegó a dar la impresión de que estaba perfectamente consciente, pero se estaba haciendo el dormido. Su preocupación por la salud del minúsculo humanoide se desvaneció y se concentró en tratar de despertarlo hablándole cariñosamente al oído.
Sus intentos por despertarlo fueron interrumpidos por unos toquidos en su puerta. Era su vecino y amigo Cirilo Buenrostro, quien venía como todos los viernes a jugar dominó y a tomarse unas cubas con él. Trató de impedir que su amigo se acercara al burro de planchar para que no viera al mini-hombre, pero precisamente Cirilo dejó la botella de ron, las pepsis y la caja de dominó en ese lugar, y Liborio pudo notar que su amigo no podía ver al pequeño ser.
Al preguntar a Cirilo si no veía junto a la botellas a un hombre chiquito vestido de jarocho, su respuesta no le dejó ninguna duda de que sólo él lo podía ver: - Ay Liborio, todavía no chupas y ya andas medio pedo -.
Convencido de que algo muy raro estaba sucediendo, llevó las botellas a la mesa y se puso a jugar con su amigo, mientras el pequeño durmiente parecía sonreírle desde el burro. Cuando Cirilo se retiró, acostó al hombre miniatura en un sillón, le quitó los huarachitos y como ahora sí pudo quitarle el sombrero pudo ver que su cabello formaba un par de cuernitos laterales, y éstos estaban tan tiesos, que parecía que se había puesto fijador .
Lo cubrió con una toalla, y se acostó en el sillón de enfrente para no dejarlo solo. Al apagar la luz para dormirse, vio que el hombrecillo brillaba ligeramente; esto lo tranquilizó pues no lo iba a perder de vista aunque estuviera obscuro. Al cabo de unos minutos se quedó dormido.
Cuando despertó, la sorpresa se apoderó de él, pues el sillón donde él estaba, ya se encontraba en otra habitación, y después de dar una rápida ojeada en su pequeña vivienda, vio que todos los muebles habían sido cambiados de lugar, incluso los cuadros de las paredes y los sencillos adornos que poseía.
Al analizar la nueva configuración de su departamento, tuvo que reconocer que era más funcional, lógica y agradable. Recordó al pequeñuelo, y después de buscarlo por todos lados, lo fue a encontrar en la azotehuela, dormido entre las plantas de un macetón, con su morralito sirviéndole de almohada, pero bien agarrado con ambas manos.
De pronto, recordó que a esa hora todos los sábados su vecina le enviaba a sus niños para que se los cuidara el fin de semana, pues eran los días que él tenía libres y los que más trabajo tenía la señora pues era demostradora de perfumes en una cadena de tiendas de autoservicio.
Se dirigió rápidamente a la puerta para disculparse con ella por no poderle cuidar a sus hijos en esta ocasión, pero al abrirla, los niños, que ya venían corriendo por el pasillo, se metieron a su casa sin que lo pudiera evitar, y se fueron directamente a la azotehuela, pues era el único lugar en el que él les permitía jugar.
Al ver al hombrecillo, le preguntaron quién era y cómo se llamaba. Liborio contestó con lo primero que se le ocurrió: - Se llama Luciano porque brilla en la obscuridad, pero ustedes le pueden decir Chano.
Como tenía que ir a Tecamachalco a encerrar el coche en la casa de don Fortunato, dejó a los pequeños Doris y Blas al cuidado de Chanito, recomendándoles que no lo molestaran, pues se enojaba muy feo si lo despertaban, y los podía morder.
Tardó como cuatro horas en regresar, pues el patrón lo estuvo regañando por no haberle ido a entregar el coche desde la noche anterior, y él tuvo qué inventar una increíble historia para justificar su tardanza. Se sorprendió al ver que los niños estaban muy tranquilos y contentos.
Al preguntarles si no habían molestado al hombrecito, Doris le platicó que inmediatamente que él se fue, Chanito despertó y les estuvo platicando muchos cuentos muy bonitos que hablaban de tesoros enterrados; y Blas le dijo que tenía una vocesita muy chistosa, como la de las caricaturas de la tele.
Durante las tres semanas que Chanito estuvo en su casa, sucedieron varias cosas inesperadas: Recibió una llamada de su esposa por el teléfono que debería estar cortado por falta de pago. La llamada era para decirle que lo extrañaba a él y a su barrio, que la vida por allá no era lo que se imaginaba, y que prefería que su hijo naciera en Tepito y no entre esa bola de desgraciados racistas. Y lo mejor de todo, es que a más tardar en dos semanas estaría de regreso.
Emocionado por la noticia, quiso hablarle a su hermana Bartola para participarle de su felicidad, pero el teléfono estaba como debía: Cortado por falta de pago.
Una noche, al regresar de un viaje descubrió que el hombrecito ya no tenía la sonrisa de siempre, y sus ojitos estaban llenos de lágrimas. Como su vecina se había llevado a los niños a un largo viaje de trabajo, no podía contar con ellos para que le preguntaran el motivo de su tristeza.
Después de meditarlo mucho tiempo, pensó que tal vez él también tenía una esposita a la que extrañaba, y que también su gente lo extrañaba a él. En ese momento decidió regresarlo al lugar donde lo había encontrado, y sin avisar a su patrón subió a Chanito al carro, y agarró camino rumbo a Veracruz.
Cuando iba llegando al lugar donde lo había atropellado, notó que el pequeño ser comenzaba a temblar. De pronto, abrió los ojos, se paró en el asiento y se asomó por la ventana.
Liborio detuvo el coche pues Chanito estaba reconociendo su terruño. Antes de brincar hacia afuera, le dedicó su primera y última sonrisa, y se alejó corriendo. Liborio se bajó del coche para verlo por última vez, y pudo ver que salían de entre los matorrales, muchos seres de su misma talla a recibirlo formando una escandalera.
Más tarde, cuando fue a regresar el coche, ya ni siquiera el patrón lo recibió, y fue uno de sus guaruras el que le informó con toda amabilidad que estaba despedido, y que no se atreviera a volver, porque le iban a meter un plomazo. Ya de regreso en su casa, descubrió que en la bolsa de su chamarra tenía guardado el morralito de Chano.
Al vaciar su contenido sobre la mesa, descubrió que se trataba de una buena cantidad de brillantes de diversas formas y colores.
Las cosas no fueron muy sencillas, pues cuando quiso vender los brillantes para poder cumplir sus sueños, lo metieron a la cárcel por sospecha de robo. Además como don Fortunato lo denunció por abuso de confianza y todo lo que derivara de ello, el tesoro estuvo a punto de pasar a poder del maldito vejete.
Afortunadamente las cosas se han puesto un poco mejores pues nadie ha reclamado las joyas y está a punto de salir de la cárcel. Va a poder disponer del dinero producto de la venta de los brillantes, pero tendrá que pagar un impuesto tan elevado, que apenas le va a alcanzar para medio establecerse.
Su esposa ya regresó y lo primero que hizo fue visitarlo en el reclusorio. Como falta un mes para que nazca el niño, andan muy emocionados.
Ella ya le advirtió que ni se preocupe por buscarle nombre a su hijo, pues hace unas semanas tuvo un sueño en el que de su vientre salía una vocesita que decía: "Mamá, soy Chanito, y no haré travesuras."

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