UNO DE MIS CUADROS

UNO DE MIS CUADROS
LA ALDEA Acrílico sobre tela. 30.5 x 40.5

domingo, 2 de mayo de 2010

EL NIÑO QUE LE DABA LA ESPALDA AL MAR.

Cuentan los que estuvieron presentes, todavía con cierto temor en la voz, que cuando Vladimiro Güitautais nació, doña Anselma Riquelme, la partera que asistió a su madre, cayó desmayada al ver al niño.
Según referencias de los testigos, el pequeño Vladimiro a simple vista parecía un niño normal; todas sus extremidades estaban en su lugar y su cuerpecito tenía las proporciones exactas de cualquier bebé recién nacido.
Cinco deditos en cada mano y pie; dos orejitas muy bien formadas; sus rodillas y codos se doblaban en el sentido correcto y casi todos los detalles que podían haber hecho que lo consideraran un bebé común y corriente, estaban presentes en él.
Solamente dos cosas lo hacían diferente, y esas dos cosas eran las que habían provocado que esa buena mujer se espantara hasta el desmayo. Una era que el ombligo lo tenía ubicado en el lado opuesto a donde debería tenerlo, o sea, en la parte baja de su espalda; y la otra que era más evidente, era que Vladimiro carecía de ojos, y en el lugar donde deberían estar, tenía la piel lisita, sin un rasgo siquiera que recordara su ausencia.
Cuando recuperó el sentido, todavía con el temor reflejado en el temblor de sus manos y con la voz entrecortada por haber asistido el nacimiento de un niño tan raro, doña Anselma, antes de verificar que no tuviera cola de marrano, cuernos o el típico lunar en forma de conejo de tres orejas, sugirió que sumergieran a Vladimiro Güitautais en agua bendita durante dos minutos y veintidós segundos, para así contrarrestar cualquier mala influencia que pudiera tener para el tranquilo pueblo de San Rosendo Tepetlayac.
Si el niño moría ahogado, quedaría claro que era un ser humano normal con pequeñas malformaciones y se le podría dar cristiana sepultura; pero si resistía tan dura prueba, habría que tener cuidado con él, pues a partir de ese momento ya nada podría destruirlo, y habría que considerarlo como uno de esos seres que nacen cada ochenta y siete años y que son conocidos por quienes saben de eso, como Xutumflos.
Vladimiro fue sumergido en una pileta de la iglesia por más de tres minutos, y al sacarlo, cuando todos pensaban que había muerto, emitió un llanto tan sonoro y penetrante, que provocó el pánico de las sencillas personas que lo atestiguaron, que una recua de mulas que pasaba por ahí, se desbocara y terminara su loca carrera al caer a un profundo barranco del pueblo vecino y que el padre Nicandronio Xochipixtli se encerrara en la sacristía a rezar la “Magnífica” durante setenta y dos horas.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que toda la gente se enterara del nacimiento de un ser tan extraño, y de inmediato se corrió el rumor de que todo se debía a que sus padres eran aficionados a los horóscopos y a consultar su futuro con un anciano ciego que practicaba la adivinación.
Este sorprendente anciano casi nunca salía de la cueva en la que había sido obligado a vivir; pues cuando trataba de salir de ella y adentrarse en el pueblo, era obligado a regresar lanzándole piedras en las piernas, ya que las tradiciones de San Rosendo prohibían golpear a un invidente en el pecho y en la cabeza, ya que quien lo hiciera, estaría condenado a procrear un hijo loco.
El cura de la parroquia, que era la máxima autoridad del pueblo, muy por encima del presidente municipal, determinó que todo se debía a que la pareja se había dejado llevar siempre por exóticas y ridículas prácticas esotéricas en lugar de dejar su vida en manos de la voluntad divina.
Los padres de Vladimiro tuvieron que huir del pueblo, pues ya la gente se estaba organizando para lincharlos, quemándolos en la plaza del palacio municipal con el permiso de las autoridades, al ser considerados culpables de traer la desgracia a su pacífica y risueña comunidad.
Antes de irse de San Rosendo, fueron a llevar al niño a la cueva de Emerson Teponopaxtli, el adivino invidente; y aprovechando que se estaba bañando en el río dejaron al bebé en una canasta en la entrada de su cueva, con una extensa carta en la que lo culpaban de todo y como castigo, “le dejaban al extraño ser que sus malas artes habían traído de algún lugar del caluroso averno”.
El viejo invidente, al tropezar con la canasta, y escuchar que de su interior brotaba un débil llanto, sacó de ella al pequeño Vladimiro y pasó las yemas de sus dedos sobre la carta para enterarse del contenido, pero por el frío que estaba haciendo, le temblaban mucho las manos y de muy poco se pudo enterar. Eso sin contar la pésima redacción y la mala ortografía con que había sido elaborada.
Ya junto a su fogata, pudo leer y releer lo que le habían escrito sus traidores discípulos y aunque la decepción que esto le causaba logró que sus ojos sin luz se humedecieran, fue más fuerte el regocijo que experimentó al saber que por fin iba a tener un hijo adoptivo a pesar de ya tener setenta y cuatro años.
Con todo entusiasmo y responsabilidad aceptó hacerse cargo de Vladimiro y de darle todos los cuidados necesarios para que creciera sano y sin los traumas de los niños normales.
Una mañana soleada en que el viejo Emerson estaba bañando en el río al pequeño Vladimiro, al estarle enjabonando el cabello, notó que el niño se retorcía y lloraba desesperado al sentir el contacto del jabón en su nuca.
Fue cuando descubrió algo que lo llenó de alegría y esperanza, y es que Vladimiro sí tenía ojos, pero los tenía en la parte posterior de la cabeza y lloraba como cualquier niño al que le entra el jabón en los ojos.
Aunque el pequeño Vladimiro no le entendía pues todavía estaba muy chiquito, el viejo le propuso que la existencia de sus ojos en la nuca, fuera un secreto entre ambos. Una risita juguetona del niño hizo entender al viejo que el Vladimiro estaba de acuerdo.
Cuando su pequeño protegido aprendió a usar sus piernas para desplazarse, el viejo invidente notó que caminaba para atrás; pues sus ojos, ocultos entre su lacia cabellera le indicaban el sentido correcto. Fue cuando intuyó que debía enseñarlo a caminar en ambos sentidos: Hacia adelante cuando sintiera que alguien lo estaba observando, y hacia donde quisiera cuando estuviera solo.
Después de un tiempo, al darse cuenta de que el niño dominaba las dos direcciones, y se desplazaba con la misma seguridad en ambas, decidió que Vladimiro tenía que conocer el pueblo y también que la gente que en él vivía, había de acostumbrarse a su presencia, pues no era justo que un ser tan inocente viviera el mismo aislamiento en el que a él lo habían condenado a vivir.
Vladimiro Güitautais provocaba tal respeto y temor en los habitantes del pueblo, que cuando recorría las calles de San Rosendo, tomado de la mano del viejo Emerson, sólo lo miraban de reojo, pues existía la creencia de que si alguien veía de frente a un Xutumflo, se llenaba de malolientes granos purulentos en todo el cuerpo y se lo contagiaba a todo aquel que tuviera cualquier contacto con él.
Eso explicaba, según las autoridades de salud de San Rosendo, las epidemias de lepra que se habían presentado cada ochenta y siete años en esa y otras comunidades aledañas.
Por eso, debido al miedo, a la ignorancia, a la irritación y a los intereses de muchas personas por deshacerse de ellos, quince fueron las veces que intentaron matarlos.
Pero también quince fueron las veces que esos intentos fracasaron.
Como los criminales por lo general atacan por la espalda, y a estos, además los limitaba la fuerza de las tradiciónes, siempre intentaban acercarse a ellos por detrás para cumplir su encargo, pero como Vladimiro sí los podía ver, le avisaba de inmediato a su protector, y entonces se volteaban hacia ellos. Esto provocaba que los frustrados asesinos huyeran despavoridos y se fueran a confesar en la primera oportunidad para después ya no querer saber más del asunto.
Todos los días siete de cada mes, Vladimiro y el viejo recorrían el pueblo y el tianguis local para efectuar sus compras, y cada vez lo hacían con más seguridad.
En una de las últimas ocasiones en que intentaron acabar con ellos, les trataron de vender carne de venado envenenada, pero como don Emerson pudo percibir el veneno con las yemas de sus dedos, en un descuido del comerciante, regresó la carne envenenada y se llevó una porción limpia.
La muerte por envenenamiento de varias personas del pueblo, incluido el comerciante, les dejó muy claro a todos que meterse con ellos era muy peligroso pues todo lo que intentaran en su contra, se les iba a revertir tarde o temprano.
Hubo una señora que no hizo caso de esas evidencias, y trató de hacerles daño a distancia como tantas otras veces lo había hecho con otras personas. Así es que usando la fuerza de su mente, intentó acabar con ellos; y se concentró tanto y tanto en enviarles malas vibraciones, que al día siguiente descubrió que se le habían muerto sus cuarenta y siete gallinas, dos vacas, diecisiete conejos y seis cuyos recién nacidos.
Con el tiempo, los habitantes de San Rosendo se acostumbraron a su presencia, y mientras todos los empezaron a considerar como seres indestructibles, algunos los veían con cierta simpatía, pues no se metían con nadie y todo lo que compraban, lo pagaban sin regatear.
Cuando Vladimiro cumplió siete años, el viejo Emerson , ya cansado por la edad, y al ver que sus reflejos y lucidez empezaban a fallar, sintió que su vida estaba llegando a su fin y no quería darle problemas a su protegido. Llevó al niño a la playa y estuvo platicando con él durante muchas horas. Antes de despedirse de él, le recordó las enseñanzas que le había dado y le dijo que algún día se volverían a encontrar en un mundo donde las cosas iban a ser mejores para los dos.
Caminó por la arena, y así caminando se fue metiendo al mar hasta desaparecer en él, y ya no volvió a salir.
Vladimiro lo vio desaparecer y dos lágrimas corrieron por su cuello y se perdieron en su espalda por la vereda que formaba su columna vertebral.
A partir de entonces, todas las tardes y hasta el anochecer, el niño se sienta en un montículo situado en la playa y desde ahí contempla el mar.
Pero las pocas personas que se han atrevido a acercarse para observarlo, le han agregado otra maligna característica a la personalidad de Vladimiro, al asegurar que sólo un ser engendrado por el infierno, puede darle la espalda al mar; al lugar de donde proviene la vida y la prosperidad; al lugar de donde ha venido todo lo bueno y hacia donde se debería ir todo lo malo.
Sólo el niño sabe lo que hace, sentado como una estatua mirando fijamente el mar y todos lo que en él sucede. Y en cada rompimiento de ola, y en cada acumulación de espuma, presiente el regreso del viejo Emerson.

Y no se quiere perder un solo detalle de ese gran momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario