UNO DE MIS CUADROS

UNO DE MIS CUADROS
LA ALDEA Acrílico sobre tela. 30.5 x 40.5

viernes, 26 de noviembre de 2010

EL MUERTO QUE SE MURIÓ

Al no poder soportar más la triste existencia que llevaba, decidió poner fin a su vida a través de la puerta falsa del suicidio. La precaria situación económica por la que atravesaba, no le permitía darse el lujo de una muerte con arma de fuego, o de ingestión de barbitúricos; por lo que empezó a buscar formas económicas de morir. Intentó dejar esta vida atravesando a pie y sin compañía las colonias Doctores y Buenos Aires, pero su andrajoso estado no despertó la codicia de ningún malviviente. Insultó repetidamente a un grupo de Jaguares con la esperanza de amanecer desollado en el Ajusco, pero éstos ni caso le hicieron.
El recuerdo de la bella Maribel no se apartaba de su cerebro; la forma como la conoció, cómo se hicieron novios, cómo se comprometieron y cómo rompieron su relación después de tres años y medio de noviazgo, cuando ella le dijo que ya no se quería casar con él porque ya no lo quería. Como todas las personas sin imaginación que pasan por una situación similar, se dedicó a beber, a faltar a su trabajo, a perderlo por esta causa; y todo el dinero que tenía ahorrado para su boda con la bella Maribel, se lo fue gastando mucho a mucho hasta quedar sin un centavo, sin trabajo, sin novia, sin crédito y sin amigos; pues éstos lo fueron abandonando poco a poco cuando él los buscaba para platicarles su amarga historia y para pedirles dinero o invitaciones a beber.
Con la idea fija en el suicidio, decidió, aventarse al paso de un chimeco que corría a imprudente velocidad por la Calzada Zaragoza, pero la pericia del conductor evitó el impacto de lleno, y solamente consiguió una fractura en la pierna izquierda. Cojeando lastimosamente, caminó hasta el Centro, pues recordó que años atrás, en un edificio de departamentos de la calle Bolivia, una pareja de novios se había suicidado arrojándose al vacío desde un sexto piso. Subió penosamente las escaleras hasta llegar a la azotea, se ubicó en la mera orilla, y cerrando los ojos, se dejó caer de espaldas. Después de unos instantes, se escuchó el fuerte ruido del impacto sobre el techo de un carro que se encontraba estacionado en la acera. El dueño del vehículo salió corriendo, y al ver que el causante del daño intentaba incorporarse, se lanzó contra él a puntapiés, hasta que algunos transeúntes lograron contenerlo.
Una de las personas que lo defendieron, resultó ser un pasante de Medicina, quien al ver el lastimoso estado del Betillo, lo llevó hasta su departamento con la intención de curar sus heridas. Después de practicarle algunas curaciones, se tuvo que ausentar por motivos de trabajo, y permitió que el herido se quedara en su casa mientras él atendía sus asuntos, prometiéndole que a su regreso, ya le tendría tramitado su ingreso a una clínica.
Al quedarse solo, volvieron a su mente las ideas suicidas, y comenzó a buscar con la mirada en el pequeño departamento del caritativo joven, algún instrumento para llevar a cabo sus intenciones. Los fuertes dolores en todo el cuerpo le impedían levantarse, y lo único que alcanzaba era lo que había en el buró, que consistía en una jarra con agua, un vaso y una reproductora de cassettes. Al darse cuenta de que no podía bajarse de la cama, optó por accionar el play de la cassetera, mientras esperaba que los dolores amainaran. La música llenó el ambiente, y las frases de las canciones empezaron a llamar su atención. No teniendo otra cosa qué hacer, cerró los ojos y se concentró en los mensajes de las canciones.
Como el aparato estaba programado para tocar una y otra vez la misma cinta, ésta se repitió durante todas las ocho horas que tardó el joven médico en regresar, dejando al Betillo a merced de las mismas estupideces disfrazadas de poesía contenidas en la cinta, en cuya portada se leía el apellido Arjona. Al regresar el médico notó por la rigidez de su aspecto que ya no había nada que hacer. En la clínica a la cual transportó al recién occiso, se llegó a la conclusión de que el Betillo no había muerto por las lesiones, sino por un derrame cerebral.
Al llegar al más allá, el Betillo se dio cuenta que no está tan allá, sino que está aquí mismo; y la única diferencia era que a él ya nadie lo veía. Él en cambio veía a la misma gente que siempre vio, además de muchísima gente más que no había visto antes y que conforme pasaba el tiempo, comenzaban a notar su presencia. Ahora estaba en la vecindad donde vivía la bella Maribel, y por alguna razón que él desconocía, sólo podía desplazarse dentro de los límites de la misma. Después de observar detenidamente a la gente, comenzó a diferenciar a los vivos de los muertos; y es que mientras los vivos se veían amarillentos, los muertos tenían una coloración azulosa.
Sus observaciones fueron interrumpidas por una risa entrañable para él. Era la bella Maribel que llegaba del cine con Adelaido Melgarejo, su nuevo novio, quien la abrazaba apasionadamente y le robaba todos los besos que podía. A él le habían platicado cuando vivía, del nuevo novio de su amada, pero no lo conocía, ni había tenido qué soportar esas escenas en came propia, y ahora las estaba soportando en espíritu propio, y dolía exactamente igual. Esas escenas se repitieron casi todos los días, y cada vez Adelaido era más apasionado en sus demostraciones de cariño, por lo que el Betillo cada vez se sentía más arrepentido de haberse suicidado.
Mientras que los demás muertos socializaban normalmente entre sí, el Betillo no hablaba con nadie; se alejaba de aquéllos que intentaban entablar conversación con él, pero se fue dando cuenta de que esa actitud no lo iba a sacar de su problema, por lo que empezó a comunicarse con los demás. En una ocasión, recordando a su madre fallecida ocho años antes, preguntó por ella al Jiringo, que era un muerto de los sesenta que la había conocido, y éste le informó que ella andaba por Tecolutla, pues los muertos, al alcanzar la resignación, empezaban a adquirir autonomía, y podían ir a donde les diera la gana. Así que sólo después de muerta había logrado ella regresar a la querencia.
La terrible tristeza de no poderse alejar de la vecindad, de escuchar a la bella Maribel planeando junto con Adelaido su próxima boda, en términos parecidísimos a los que empleó con él, lo ponían en condiciones tan desesperantes, que al ver una ofrenda de muertos donde había mezcal, trató de beber, pero lo único que consiguió, es que los muertos presentes se revolcaran de la risa por su absurda actitud. Las carcajadas a coro de los muertos fueron tan estruendosas, que algunos vivos dieron la apariencia de haber escuchado algo.
Rompió a llorar de impotencia y se fue a refugiar en un rincón, a donde lo siguió el Jiringo, conmovido por su dolor. - Me quiero morir - repitió entre lágrimas, ante la mirada extrañada del Jiringo. - ¿Pero cómo que te quieres morir, si ya estás muerto, no te das cuenta de que estás diciendo tonterías?.
- Ayúdame Jiringo, dime cómo puedo escapar de aquí...
El Jiringo se quedó pensando un rato, miró fijamente al Betillo, y le reveló algo que había descubierto tiempo atrás. -Si te fijas bien, - comenzó a decir el Jiringo, - de vez en cuando aparece en el cielo una mancha que poco a poco se va haciendo más obscura y pequeña. Cuando llega al límite de su negrura y redondez, permanece ahí durante varios minutos. Yo he visto cómo algunos camaradas que se han acercado demasiado a ese hoyo negro, han sido tragados por él y nunca se les ha vuelto a ver ni por aquí ni por allá. Yo mismo una vez me acerqué por curiosidad y sentí que me jalaba. Si tú quieres, yo te puedo dar un aventón, pero no me hago responsable de lo que pase.
El Betillo aceptó, y los dos se sentaron a mirar el cielo a esperar la aparición del hoyo negro. Pasaron semanas de incertidumbre y desesperación antes de que éste se presentara. Cuando vieron que una parte del cielo se empezaba a obscurecer, se prepararon para la acción. El Jiringo tomó de una mano al Betillo y se comenzó a elevar remolcándolo, pues el Betillo todavía no podía volar. Cuando estaban cerca, el hoyo tenía las características requeridas, entonces se empezaron a sentir fuertemente atraídos hacia él. El Jiringo soltó la mano del Betillo y lo dejó que se fuera solo a su obscurísimo objetivo. Conforme se iba acercando, la velocidad del Betillo iba aumentando hasta que por fin, se perdió en el hoyo.
Obscuridad total, silencio absoluto, ausencia de toda sensación, la nada en persona; y después, la pérdida del conocimiento.
Cuando despertó, estaba tirado en el patio de la vecindad. Al tratar de incorporarse, se estremeció pues en lugar de manos, tenía patas; y sus brazos estaban cubiertos de pelo café. El terror que se apoderó de él lo hizo gritar, pero lo único que emitió su nueva garganta fue un desgarrado ladrido. Los aullidos que su angustia y desesperación le sacaron, hicieron que los habitantes de la vecindad cerraran bien sus puertas y se recogieran temerosos, pues es bien sabido que siempre que un perro aúlla en la noche, presagia desgracias.
A partir de ese dia, cada vez que la bella Maribel sale por las mañanas rumbo a su trabajo, Un perro café la acompaña hasta la parada del pesero; y por las tardes, al regresar, siempre la está esperando para acompañarla de regreso. Ella está tan encantada con eso, que está pensando seriamente en adoptarlo, pues parece que no tiene dueño.
Quien ya casi no se aparece por la vecindad, es Adelaido Melgarejo, pues el condenado perro cada vez que lo ve, le pone cada corretiza, que lo tiene muy desanimado. Además ya le ha echado a perder siete pantalones en las siete ocasiones que lo ha alcanzado.

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