UNO DE MIS CUADROS

UNO DE MIS CUADROS
LA ALDEA Acrílico sobre tela. 30.5 x 40.5

viernes, 26 de noviembre de 2010

LA PIÑATA INOLVIDABLE

El viejo anticuario don Ibrahim estaba desesperado. Al principio pensó que iba a ser víctima de un asalto, pues empezó a escuchar pasos en la azotea, pero después de asomarse por la ventana, notó que eran algunos vecinos, que se encontraban disponiendo lo necesario para las piñatas que se iban a romper esa noche, pues había llegado la época de las posadas.
Como era costumbre en esa vecindad, la primera posada la organizaba don Remigio Alpuche; y después de ese día, le dejaba a los demás vecinos el reto de superarla. La desesperación de don Ibrahim se acentuaba en esa temporada, pues como desconocía el sentido de esas fiestas, las despreciaba y aborrecía con toda su pequeña alma. Además, como la mayoría de las posadas se organizaban con la aportación de todos los vecinos, su mayor tortura era soportar la visita de los organizadores para solicitar su colaboración económica; aunque esta vez, estaba decidido a no soltar ni un centavo aunque se lo pidieran de rodillas.
La gente sabía que el viejo anticuario tenía mucho dinero, por lo que les extrañaba que tuviera tanto tiempo viviendo en la vecindad, pero la razón era que su tienda de antigüedades quedaba ubicada a dos cuadras de ahí; por lo que en todo ese tiempo, según sus propias cuentas que se reportaba a sí mismo, llevaba ahorrados siete millones de pesos por concepto de transporte.
Don Ibrahim se encontraba en esos momentos desempacando algunos objetos que acababa de recibir, y que consistían en diversas estatuillas africanas, un zapato izquierdo que le aseguraban había pertenecido a Sir Walter Raleigh, un corpiño que supuestamente había usado en dos ocasiones Oscar Wilde, y una mugrosísima y maloliente vasija ovalada que, de ser ciertas sus sospechas, pertenecía a una antiquísima dinastía china, y que por sí sola representaría la pieza más valiosa que hubiera podido tener en sus casi cuarenta años de anticuario.
Empezaba a obscurecer y el escándalo en la vecindad iba en aumento. Las señoras organizando a los niños para cantar la letanía, los niños empeñados en no dejarse organizar por las señoras; la esposa de don Remigio terminando de dejar el ponche en su punto; don Remigio convenciendo a su esposa de que un ponche sin piquete es como un piquete sin ponche, y los cuates de don Remigio apoyándolo en sus brillantes conceptos.
Al fondo de la vecindad, que no era muy grande, estaban siendo colocados los aparatos del "Sonido la Orangutana Cimarrona" que amenazaba con lesionar severa e irreversiblemente los tímpanos de los que se atrevieran a acercarse demasiado a sus enormes bocinas.
La letanía empezó, y aquellas frases que de niños nunca entendimos, - y de adultos menos -, se sucedieron en el orden establecido en un librito que portaba la solista. Y mientras todos contestaban "Ora Pronobis", don Ibrahim, con tapones en los oídos, se dedicaba a manipular una fina brocha sobre la superficie de la vasija china, para desprender con todo cuidado las gruesas capas de años que la cubrían.
Más tarde, la petición de posada se retrasó un poco, pues hubo qué atender a una niña que había perdido gran parte de sus trenzas a causa de una velita que algún niño, en un descuido propio de la inocencia infantil, le había acercado más de la cuenta.
E-e-en nombre del cie-e-elo, o-o-os pido posa-a-ada , pue-es no puede anda-a-ar mi-i espo-osa ama-a-a-a-a-ada. - Se oía muy desafinado aunque bien organizado, pero don Ibrahim no los oía, y conforme iba despojando a su valiosa vasija de las gruesas costras, más se convencía de que no sólo iba a quintuplicar su fortuna, sino que además iba a alcanzar una gran celebridad.
Cuando empezaron a aparecer algunos colores y relieves en la vasija, el ruido en el techo se acentuó, pues en ese momento se disponían a romper las piñatas. La algarabía de los niños era ensordecedora, y a esto se agregaba el hecho de que el sonido empezaba a tocar las primeras melodías; ya que al romperse la última piñata, se iba a generalizar el baile. Aparecieron las piñatas tradicionales de siete picos, simbolizando los siete pecados capitales; la piñata más celebrada, fue la última, la que rompieron los grandes, y que era un muñeco de cartón como de un metro y medio de estatura, que tenía un traje a rayas, como de presidiario, calvo, bigotón, y exageradamente orejón. No sólo se conformaron con apalearlo sin piedad, sino que cuando lo dejaron caer, se abalanzaron sobre de él tundiéndolo a patadas, jalones y golpes diversos; sólo faltó que alguna señora se quitara un zapato y le pegara con su tacón de aguja. Llegó a dar la impresión de que a la multitud le interesaba más descuartizar al muñeco, que apoderarse de su contenido
Fue tan emotivo y catártico ese momento, que la gente quedó más que lista para dar principio al baile; las bocinas alcanzaron a partir de ese momento su máximo volumen, y los tapones en los oídos de don Ibrahim ya no le sirvieron para nada. Si de por sí al viejo anticuario le temblaban mucho las manos, ahora el temblor era tal, que su febril labor se volvía cada vez más penosa. Sin embargo, era tanta la emoción que ese objeto le provocaba, que soportó estoicamente la desvelada y la música que retumbaba en las paredes.
Ya como a las 4 de la mañana, el ambiente en la vecindad comenzaba a declinar, indicando que la posada estaba a punto de terminar, mientras don Ibrahim apenas llevaba descubierta aproximadamente una décima parte de la superficie de su nuevo tesoro. Se sintió cansado pero sabía que no iba a poder dormir, aunque necesitaba hacerlo, pues a pesar de que ya era domingo, y no tendría qué abrir su tienda de antigüedades, necesitaba estar lo suficientemente descansado para proseguir con su tarea. Buscó en su botiquín sus acostumbradas pastillas para dormir, pero ya no tenía. Desde la ventana del baño alcanzó a ver a Melchor, el hijo de la portera, quien generalmente le prestaba algunos servicios a cambio de unas cuantas monedas.
Melchor, a pesar de que sólo tenía catorce años, ya le entraba al chupe, y en ese momento ya andaba medio flameado. Don Ibrahim lo llamó desde su ventana; Melchor acudió de mala gana con su cuba en la mano. - Melchorcito, hazme un favor, vete a la farmacia que está abierta toda la noche y cómprame mis pastillas para dormir; tú ya sabes de cuáles. ¿ Si Melchorcito ?
- Ni madres don Ibra, usté se está portando re gacho, hoy no quiso entrarle pa’ la posada y ora quiere que uno se porte chido con usté...
- Te prometo que si me traes mis pastillas, mañana sí coopero. Es más, a ti te voy a dar mi cooperación, nadamás no vengas muy temprano porque seguramente voy a estar dormido, ándale.
Melchor tomó el dinero que el viejo le dio y se fue acompañado de sus amigos, quienes le criticaron su obediencia al viejo. Regresó como a la media hora, entregó a don Ibrahim sus pastillas, éste le agradeció el favor reiterándole que al día siguiente cooperaría de alguna forma, y se metió a dormir ayudado por los somníferos.
A la mañana siguiente, Melchor, estuvo tocando largo rato en la puerta del viejo Ibrahim, sin obtener respuesta. Al apoyar su cara en la ventana tratando de ver al anciano, ésta se abrió. Melchor entró por la ventana, y comprobó que el viejo había cumplido su palabra. Después se dedicó a visitar las demás viviendas con el fin de recaudar todo lo posible para la posada de esa noche.
Cuando don Ibrahim despertó de su profundo sueño, la segunda posada ya estaba muy avanzada, y estaban a punto de romper la única piñata de la noche, la cual estaba forrada con papel de china rosa mexicano, y que parecía ser un enorme rábano. Melchor era uno de los que manejaban la cuerda desde el techo, y la manejaba con gran pericia, pues trataba de evitar que le hicieran daño a la piñata que él mismo había forrado esa tarde.
Don Ibrahim se dispuso a continuar la labor que había dejado inconclusa, y buscó en la mesa aquel objeto de incalculable valor histórico, pero ya no estaba. Buscó por todos los lugares posibles sin encontrarla. El griterío del vecindario, al entrar por la ventana entreabierta, llamó su atención; y al asomarse por élla, alcanzó a ver el momento justo en que un golpe de lleno rompía el mal forrado rábano.
Salió corriendo con toda la velocidad que le permitían sus encorvadas piernas, abriéndose paso entre los niños que trataban de apoderarse de la fruta. Los presentes estaban asombrados por ser la primera vez que don Ibrahim se animaba a salir de su vivienda en una posada, y más aún que hasta se hubiera aventado a agarrar fruta. El viejo se quedó sentado en el patio, y lo único que tenía entre la manos, eran dos tejocotes, una jicamita, tres cacahuates de los grandes, y un pedazo de antiguo tepalcate chino.
El baile iba a empezar y el sonido arrancó con la primera melodía: "No rompas más, mi pobre corazón, estás golpeando fuerte entiendeló...".

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