UNO DE MIS CUADROS

UNO DE MIS CUADROS
LA ALDEA Acrílico sobre tela. 30.5 x 40.5

viernes, 26 de noviembre de 2010

LAS CONCLUSIONES DE URBANO

Cuando Urbano Del Campo empezó a caminar por la desierta calle, pensó que estaba soñando. No bien puso en marcha sus pies sobre el anhelado pavimento exterior del penal, las piernas le temblaron al sentir el cosquilleo, que como una extraña caricia, sentía en las plantas a través de las gastadas suelas de sus zapatos.
Los años en prisión le habían servido para convencerse de que la más preciada joya que puede un ser humano poseer, es precisamente la ansiada libertad que por fin obtenía después de tanto tiempo. Ahora comenzaba su vida a tomar nuevamente sentido, ya que recuperar esa libertad que durante los primeros veinticinco años había disfrutado plenamente, era como volver a nacer.
La idea de ser un recién nacido a punto de cumplir cuarenta años, lo hizo sonreír. Ahora ya no tenía caso recordar las causas por las que había estado en prisión durante quince años; ni tenía sentido atormentarse por la muerte de sus padres mientras duró su cautiverio. Tampoco era importante la soledad en la que se encontraba. Lo realmente importante, era que se sentía lo suficientemente fuerte para enfrentarse a su nueva vida, y que por fin era libre.
Sus pensamientos perdieron profundidad al notar un fenómeno extraño: Todas las fachadas de las casas que había recorrido hasta el momento, estaban pintarrajeadas con letreros ilegibles; y en aquéllos en los que se alcanzaba a entender algo, las frases eran incoherentes, estridentes, de rasgos angulosos, o hacían alguna alusión a la violencia.
El paisaje que se abría ante sus ojos, no era el que él se esperaba. Confundido, no pudo evitar la comparación con las paredes del presidio; y en ese momento llegó a su primera conclusión:
"La gente libre pinta más las paredes que la gente presa".
Este pensamiento lo llevó a recordar su niñez, cuando su madre le decía que sólo los presos tienen esa fea costumbre.
Como no tenía la menor idea de qué rumbo tomar, y la mañana era muy bonita, decidió seguir caminando hasta cansarse, para establecerse en algún cuarto de huéspedes que encontrara en su camino. Ya después empezaría a buscar trabajo, pues el poco dinero que tenía sólo le iba a alcanzar para sobrevivir durante unos cinco días.
De pronto, tuvo que detenerse, pues a unos cuantos metros de él, en la misma acera por la que caminaba, unos sujetos interceptaban a una pareja; y mientras dos de ellos le aplicaban al hombre una llave en el cuello y le colocaban una navaja en el estómago, despojándolo de sus pertenencias, los otros dos manoseaban frenéticamente a la mujer. A un grito del jefe, corrieron y se metieron en un edificio, en cuya entrada se había parapetado Urbano, quien pálido e inmóvil pudo notar que los cuatro delincuentes eran casi unos niños.
Sintió un poco de alivio al ver que una patrulla se acercaba a poca velocidad, y se detenía junto a la pareja agraviada. Desde su puesto de observación, vio con sorpresa que los patrulleros cruzaban algunas palabras con las víctimas y seguían su lento camino ante el desconsuelo de éstas. Su sorpresa llegó al límite cuando al pasar unos minutos, uno de los niños agresores volvió a salir del edificio, se paró en la acera, y al ver regresar a la patrulla, se acercó a ella y entregó un paquete a los tripulantes, mientras éstos sonreían complacidos.
Ahora le volvían a temblar las piernas a Urbano, aunque por otra causa. Por eso decidió alejarse de ese lugar cuanto antes y abordó el primer microbús que vio. Cuando estaba a punto de entablar conversación con su vecino de asiento, para platicarle lo que acababa de presenciar, éste se levantó y amenazando a todos los pasajeros con una pistola, vociferó una orden: "Éntrenle con todo lo que traigan, este es un asalto", mientras otro individuo que también aparentaba ser pasajero, despojaba a la gente de todo lo que podía. Cuando bajó del microbús, ya sin su chamarra, y sin su medallita de la suerte, llegó a su segunda conclusión:
"La gente libre no es de fiar".
Como afortunadamente no le habían robado su dinero, pues lo tenía en los calcetines, se dirigió a una tienda para comprar unos cigarros y tomarse una coca. Le costó trabajo entenderse con el dependiente, pues una cerradísima reja lo separaba del exterior, y ésta sólo dejaba un hueco por el que se podía pasar la mercancía y el pago de la misma. Notar esto lo hizo fijarse en todos los negocios que encontraba a su paso, y pudo darse cuenta de que no sólo los comercios, sino también muchas casas contaban con una protección similar. Cada vez más temeroso, decidió tomar un taxi que lo llevara directamente a la primera casa de huéspedes que el taxista le sugiriera. Al abordarlo, vio que también el taxi tenía una reja que aislaba al pasajero del conductor. Esto lo llevó a una tercera conclusión:
"La gente libre vive con miedo".
Ya casi anocheciendo, por fin estaba instalado en un cuartucho, cuyo precio por noche le había hecho replantear su situación; ya que sus cálculos se habían quedado cortos e iba a tener que conseguir trabajo cuanto antes. Trató de dormirse pronto para salir temprano en busca de empleo, pero los ruidos de la noche, con sirenas de patrullas y ambulancias, así como de algunos disparos aislados no se lo permitieron. Cuando por fin pudo dormir, soñó que le brotaban unas hermosas alas llenas de colores, como las de los alebrijes y volaba muy alto, pero se precipitaba a un oscuro y maloliente pozo lleno de tarántulas moradas, cuando unas balas perdidas agujeraban sus alas.
Las experiencias vividas durante su primer día de libertad, se repitieron en los siguientes; a tal grado que ya le daba miedo salir a la calle, pero la necesidad de conseguir un modo honesto de vivir, no le dejaba alternativa.
Durante un viaje en el metro, se tuvo que cambiar de vagón, pues éste se encontraba poblado por unos extraños seres, algunos rapados con manchas en el cráneo, y otros con el cabello formando picos de colores y portando aros metálicos en las fosas nasales, como los que alguna vez vio en un reportaje sobre las tribus africanas. En el vagón contiguo las cosas eran diferentes, pues los ocupantes de éste no se veían tan agresivos, pero sus palidísimos rostros, exagerados con el maquillaje negro con el que acentuaban sus facciones, y sus atuendos absolutamente obscuros, le dieron la impresión de ser muertos escapados de la funeraria. En ambas tribus no pudo establecer con certeza el sexo de sus integrantes.
Esa noche al volver a su cuarto, mientras su mente elaboraba la cuarta conclusión, que consistía en que:
"la gente libre busca escapar de la realidad",
descubrió que alguien había entrado en su ausencia, robándole sus últimos quinientos veintisiete pesos que tenía celosamente guardados en un libro llamado "El miedo a la Libertad" de Erich Fromm.
Al no tener con que pagar su alojamiento, tuvo que abandonar el lugar y se fue a vagar por las calles en busca de alimento y empleo, y por las noches se iba a quedar a una estación de autobuses, en donde tenía que luchar furiosamente por un lugar donde dormir, pues no era el único que carecía de techo.
De acuerdo con su romántica idea de "haber vuelto a nacer", estaba convertido en el niño de la calle más viejo del mundo.
Una mañana fue encontrado muerto. Lo acuchillaron para robarle la camisa y los zapatos, y sólo le dejaron el pantalón. La policía le encontró en la bolsa derecha una carta dirigida a las autoridades del reclusorio en el cual había pasado sus últimos quince años. En ella solicitaba que le permitieran trabajar ahí, y como pago sólo pedía alimento y que lo dejaran quedarse a vivir en una celda. A manera de postdata, decía lo que parecía ser su última conclusión:
"La gente libre no conoce la Libertad"

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